Tú, que vives y reinas
más allá de los siglos,
más allá del espacio
congelado y vacío,
arquitecto supremo,
hilador del destino,
alquimista del alma,
óyeme, te maldigo.
En tu reino dorado
no se escuchan los gritos.
Nunca llegan los rezos
ni los sueños perdidos,
ni los dramas corrientes,
ni el dolor opresivo
ni la guerra, ni el hambre,
la violencia, el sadismo.
Vives libre del mal.
Te rodea un castillo
de brillantes querubes
con sus voces de niño,
sus canciones perfectas
y sus rostros magníficos.
Qué soberbio es su nombre,
creador: “Paraíso”.
Aquí abajo sabemos
que vivir es delito
y el reloj es un látigo
lacerante, asesino.
Todo aquello que nace,
muerte lleva consigo,
se corrompe y enferma,
y el vigor es efímero.
Existir se castiga
con la muerte, el olvido,
y el dolor por la pérdida
de los viejos amigos.
Todo aquello que amaste,
al final, da lo mismo
si la vida es un sueño
breve, amargo, ficticio.
Tú que vives al margen
del brutal laberinto
que crearon tus leyes
al forjar este abismo,
sin sufrir decadencia
ni temer al peligro
hoy te grito, alfarero:
¡óyeme, te maldigo!
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